Hace unas semanas fuimos con Lara y Mathew (un estudiante que está en casa desde hace dos semanas) a Ñirihuau, ya en la estepa patagónica. El día había amanecido nublado, con amenazas de lluvia. Sin muchas esperanzas decidimos viajar con rumbo a la estepa, escapando del mal tiempo. EL colectivo nos dejó en Ñirihuau, un lugar conocido para mí... desde el puente del tren había saltado algún tiempo antes, lo cual me hizo recordar la historiaen cuestión.
Para ese entonces yo ya había visto una publicidad de puenting en el supermercado cuando Matías, el coordinador de actividades de la escuela trajo la novedad. Todavía era verano, aunque ya no quedaban muchos más días cálidos en los que uno pudiera pasearse en bermudas. No recuerdo exactamente cuando ni como acepté la invitación de, aunque sea, ir a ver saltar a los/as chicos/as del puente. Si quería podría hacerlo. Pero, ¿cómo convencerme de saltar de un puente de tren que atraviesa el cañón del río Ñirihuau para quedar balanceándome, colgando de una soga luego de unos segundos de caída libre?. Afortunada (o desafortunadamente, depende desde donde se vea) el instructor, dueño, responsable, sujeto-que-estaba-allí, señor-que-explica-que-se-supone-que-hacemos-acá, el regente del boliche, en fin, la persona a cargo recurrió a un método que no creo haya sabido cuan efectivo iba a ser… En palabras de Lara “recurrió a argumentos tan cientificistas que no pudiste presentar objeción”. Y supongo que así fue… Soy cientificista, bastante racional y analítico. Todo tiene explicación científica, hay razones que explican porque se producen los fenómenos y todo es analizable. Sin lugar a dudas esa es una parte tan indiscutible de mi mismo cómo mi propio nombre. Y él dio justo en la tecla: fórmulas físicas, aceleración, fuerza, caída libre; pesos, la resistencia de las cuerdas. Todo cuadraba, todo había sido calculado. No había objeciones posibles. Y entonces tuve la certeza: ese día iba a saltar. Claro que desde la tomar la decisión hasta subir al puente colocarse el arnés, asegurarse al puente, trasladarse hasta la zona de salto, pararse, respirar hondo y saltar había una distancia. “Uno, dos, tres…” contaba el instructor… nada. “Está bien, no te preocupes”, repuso al ver que seguía en mi posición de salto inmutable. “Uno, dos, tres”, la cuenta otra vez, mientras yo flexionaba mis piernas al ritmo de los números, pero cuando llegó a su término, nada, seguía allí. “Uno, dos, tres”, la cuenta se sucedía otra vez, pero ésta no esperé; salté hacia atrás, me sentí en caida libre, fueron unos segundos nada mas, pero largos, mucho más de lo que me hubiera gustado. Entonces abrí mi boca pero no articulé palabra, no logré decir nada, ni a gritar nada. Cuando sentí que la cuerda se tensaba otra vez y que yo oscilaba cual péndulo colgando del puente me di cuenta que mi boca seguía abierta, que mis manos se aferraban con fuerza a la cuerda y que todo el resto del grupo me miraba esperando que yo emitiera sonido… Cuando dejé de moverme me acercaron una soga y una escalera para bajar, cambié mis mosquetón, estaba asegurado a dos o tres lugares diferentes. Con cuidado me descolgué y bajé. Me quedé quieto un rato; había sido el primero en saltar y ahora me seguiría el resto del grupo. A diferencia de la mayría de las películas, la segunda parte fue mejor. En mi siguiente salto conocía el proceso, las medidas de seguridad, me deslicé más rápido, me sentía más cómodo; estaba relajado y se notaba que lo disfrutaba. Para cuando salté me di el lujo de impulsarme, de exclamar “Quiero un aumentooooo” como grito de guerra mientras me sentía caer. Piruetas y pseudo payasadas adornaron mi oscilación mientras colgaba del puente. El aumento nunca habría de llegar, pero la experiencia bien había valido la pena… Y las clases de física de segundo año también…