Cada tanto me pasa. Me levanto un sábado o domingo relativamente temprano, bajo a la cocina y empiezo a preparar el desayuno. Miro por la ventana. Todo sigue en su lugar. Agarro una pava y la pongo sobre el fuego. Entonces veo que la cocina -sin llegar a estar sucia- tiene algún rastro de la cena de la noche anterior. Entonces algo pasa y comienzo; normalmente empiezo por el horno, luego por la mesada, barro y paso el trapo. Paso al living. Generalmente lo que más me cuesta es el baño, pero nunca termina mi brote de limpieza sin una limpieza relativamente profunda.
Nunca pensé que iba a volverme maniático en el orden y la limpieza de ciertas cosas. No es que lo sea, pero a veces me sorprendo a mi mismo. La habitación sigue siendo, claramente, uno de los espacios por excelencia para el desorden, pero en el último año incluso los días de orden han comenzado a acercarse y no son más episodios esporádicos.
¿Qué pasó? Si todavía recuerdo como reciente el episodio donde Juan me bautizó como “ropavejero”. Lo veo tan claro. En el rancho que habíamos alquilado en Cabo Polonio. Juan sentado en uno de los bancos donde alternadamente dormíamos los varones y nos sentábamos para almorzar. Yo parado en la sección “placard” de nuestro rancho, sacando bolsas de consorcio con mi ropa y tratando de encontrar algo. No hubo vacaciones donde no resurgiera el tema. Pero … ¿Qué pasó? Si siempre fue un tema de bromas por parte de Pablo el desorden crónico de mi pieza en Quilmes, si durante algún tiempo mi ropa vagaba de un punto al otro de la casita, a la deriva por las habitaciones.
No es que me haya convertido en un oligofrénico, desesperado por la asepsia. Sé que no. No es que la casa se haya vuelto un museo. Por el contrario, creo que la casita es un lugar vivible, con cosas para usar. Sé que no he llegado al extremo de vivir en un lugar perfecto, constantemente y sistemáticamente ordenado y descontaminado. Pero es raro que pase una mañana sin que acomode los almohadones del sillón del living. Sé que es divertido para muchos/as también acomodar el sillón y ver que algunas horas después los almohadones fueron re-ubicados. Hay quienes piensan que la tendencia de poner cuanto producto se cruce en mi camino en frascos de vidrio tampoco puede ser explicada racionalmente. Tengo tendencia a encender velas y sahumerios, poner agua en latas sobre las estufas para que el aire del ambiente no se reseque. No sólo eso, también tengo esencias para los que el agua que se evapora esté perfumada.
Es curioso, pero hay espacios que no me generan ningún ataque. Las ventanas son un buen ejemplo. Pienso que sólo una vez las limpié. Es sabido que en casa, cada vez que se limpian las ventanas va a llover pronto. Angie, principal crítica de la falta de limpieza de las ventanas (antes de venir a vivir aquí) ha adoptado la premisa como propia. Es Ley de Murphy, decimos. Y lo que es peor; no falla. La heladera es otro espacio misterioso. A pesar de los raídes a que es sometida, sigo encontrando de tanto en tanto algún tupper cuyo contenido había sido casi olvidado.
Pienso que es en el baño donde hay más detalles capaces de desencadenar brotes psicóticos de limpieza y orden. Encontrar la mesada del baño mojada es una de ellas. Encontrar agua en el piso del baño me pone de un humor terrible. No es ni siquiera necesario detallar el efecto que me genera encontrar pelos en la ducha. Pero si yo antes no era así… Me es inútil tratar de pensar el momento en el que se generaron estos cambios de hábitos. Quiero imaginar que deben estar relacionados con la salida del hogar y la independencia. Es cierto que el hecho de hacer la limpieza me obliga a tratar de mantenerla de un modo más… “consciente”, por decirlo de algún modo. Pero si fuera eso, creo que no habría ningún problema. Pero sé también que mi carácter cambia. A veces pienso que es normal, otras no estoy tan seguro. Tengo algunas hipótesis sobre este cambio de hábitos. Hay costumbres cuya adopción le debo a Lara, hay fobias que les debo a algunos/as de los/las múltiples estudiantes que pasaron por casa, pero sé que sólo yo soy responsable de los cambios de mi carácter. Hay cosas nuevas que descubro que me gustan, hay otras que me hacen pensar que “no quiero ser así”.
Ah, me olvidaba, hoy no llovió.
Nunca pensé que iba a volverme maniático en el orden y la limpieza de ciertas cosas. No es que lo sea, pero a veces me sorprendo a mi mismo. La habitación sigue siendo, claramente, uno de los espacios por excelencia para el desorden, pero en el último año incluso los días de orden han comenzado a acercarse y no son más episodios esporádicos.
¿Qué pasó? Si todavía recuerdo como reciente el episodio donde Juan me bautizó como “ropavejero”. Lo veo tan claro. En el rancho que habíamos alquilado en Cabo Polonio. Juan sentado en uno de los bancos donde alternadamente dormíamos los varones y nos sentábamos para almorzar. Yo parado en la sección “placard” de nuestro rancho, sacando bolsas de consorcio con mi ropa y tratando de encontrar algo. No hubo vacaciones donde no resurgiera el tema. Pero … ¿Qué pasó? Si siempre fue un tema de bromas por parte de Pablo el desorden crónico de mi pieza en Quilmes, si durante algún tiempo mi ropa vagaba de un punto al otro de la casita, a la deriva por las habitaciones.
No es que me haya convertido en un oligofrénico, desesperado por la asepsia. Sé que no. No es que la casa se haya vuelto un museo. Por el contrario, creo que la casita es un lugar vivible, con cosas para usar. Sé que no he llegado al extremo de vivir en un lugar perfecto, constantemente y sistemáticamente ordenado y descontaminado. Pero es raro que pase una mañana sin que acomode los almohadones del sillón del living. Sé que es divertido para muchos/as también acomodar el sillón y ver que algunas horas después los almohadones fueron re-ubicados. Hay quienes piensan que la tendencia de poner cuanto producto se cruce en mi camino en frascos de vidrio tampoco puede ser explicada racionalmente. Tengo tendencia a encender velas y sahumerios, poner agua en latas sobre las estufas para que el aire del ambiente no se reseque. No sólo eso, también tengo esencias para los que el agua que se evapora esté perfumada.
Es curioso, pero hay espacios que no me generan ningún ataque. Las ventanas son un buen ejemplo. Pienso que sólo una vez las limpié. Es sabido que en casa, cada vez que se limpian las ventanas va a llover pronto. Angie, principal crítica de la falta de limpieza de las ventanas (antes de venir a vivir aquí) ha adoptado la premisa como propia. Es Ley de Murphy, decimos. Y lo que es peor; no falla. La heladera es otro espacio misterioso. A pesar de los raídes a que es sometida, sigo encontrando de tanto en tanto algún tupper cuyo contenido había sido casi olvidado.
Pienso que es en el baño donde hay más detalles capaces de desencadenar brotes psicóticos de limpieza y orden. Encontrar la mesada del baño mojada es una de ellas. Encontrar agua en el piso del baño me pone de un humor terrible. No es ni siquiera necesario detallar el efecto que me genera encontrar pelos en la ducha. Pero si yo antes no era así… Me es inútil tratar de pensar el momento en el que se generaron estos cambios de hábitos. Quiero imaginar que deben estar relacionados con la salida del hogar y la independencia. Es cierto que el hecho de hacer la limpieza me obliga a tratar de mantenerla de un modo más… “consciente”, por decirlo de algún modo. Pero si fuera eso, creo que no habría ningún problema. Pero sé también que mi carácter cambia. A veces pienso que es normal, otras no estoy tan seguro. Tengo algunas hipótesis sobre este cambio de hábitos. Hay costumbres cuya adopción le debo a Lara, hay fobias que les debo a algunos/as de los/las múltiples estudiantes que pasaron por casa, pero sé que sólo yo soy responsable de los cambios de mi carácter. Hay cosas nuevas que descubro que me gustan, hay otras que me hacen pensar que “no quiero ser así”.
Ah, me olvidaba, hoy no llovió.