No sé cuánto pero hace ya bastante que tengo tarjeta electrónica para el colectivo. Por suerte (y claro también, por desgracia) acá sólo hay dos compañías de colectivos. Así que con dos tarjetas ya tenés cubierto el 100% de las líneas de colectivos.
Cuando tenés tarjeta no te dan boleto, así que perdí la oportunidad de seguir acumulando rollitos de boletos en mis bolsillos y mochilas. La verdad es que cuando lo veo de ese modo, pienso que es mejor así. Aunque debo admitir que los boletos tienen su costado romántico. No los boletos de máquina electrónica que salen en papel de fax, blanco y negro, donde ya nadie mira el número que le toca. Me refiero a boletos como corresponde; de colores, verde, azul, amarillo, rosa… y a veces también a rayas diagonales; blanco y azul o blanco y verde.
Cuando había llegado a Bariloche le prestaba bastante atención al tema. Casi, casi que vuelvo a coleccionarlos. Y de hecho creo haber empezado aunque, seguramente, en alguna locura de orden deben haber ido a parar todos a la basura. Me acuerdo que al principio de este furor de (re)encuentro con los boletos miraba siempre, buscando el capicúa. Y siempre estaba ahí… dos números después, cinco números antes, siempre cerca pero nunca capicúa. Claro que en algún momento debe haber terminado la racha, me salió un capicúa, me sentí un nene de diez años otra vez y me olvidé del tema. Bueno, tanto no, porque algún tiempo después escribí un cuentito sobre boletos y viajes en colectivo. Eso desencadenó que volviera a escribir, o más bien, que intentara hacerlo. Y aún, cada tanto, vuelvo a escribir aunque no está muy claro con qué fin.
La cuestión es que hace unos días salí de la escuela poco después de las 5 y algo, fui al súper y mientras regresaba caminando, a la altura de la parada del colectivos que está atrás de club andino, veo que pasa algo rojo y amarillo. Comenzaba a lloviznar. Lo pensé medio segundo y me subí. Busqué rápidamente mi tarjeta pero no la encontré. Me fijé en los bolsillo, nada. Encontré un billete de dos pesos y pagué con eso; el colectivero me alcanzó el vuelto y el boleto. Agarré ambos, los puse en mi bolsillo, levanté las bolsas con mis compras y me fui hasta el fondo del colectivo.
De pronto, me acordé del boleto. Hacía tanto tiempo que no me daban boleto que no me había dado cuenta de fijarme. 17671. Capicúa.
Cuando tenés tarjeta no te dan boleto, así que perdí la oportunidad de seguir acumulando rollitos de boletos en mis bolsillos y mochilas. La verdad es que cuando lo veo de ese modo, pienso que es mejor así. Aunque debo admitir que los boletos tienen su costado romántico. No los boletos de máquina electrónica que salen en papel de fax, blanco y negro, donde ya nadie mira el número que le toca. Me refiero a boletos como corresponde; de colores, verde, azul, amarillo, rosa… y a veces también a rayas diagonales; blanco y azul o blanco y verde.
Cuando había llegado a Bariloche le prestaba bastante atención al tema. Casi, casi que vuelvo a coleccionarlos. Y de hecho creo haber empezado aunque, seguramente, en alguna locura de orden deben haber ido a parar todos a la basura. Me acuerdo que al principio de este furor de (re)encuentro con los boletos miraba siempre, buscando el capicúa. Y siempre estaba ahí… dos números después, cinco números antes, siempre cerca pero nunca capicúa. Claro que en algún momento debe haber terminado la racha, me salió un capicúa, me sentí un nene de diez años otra vez y me olvidé del tema. Bueno, tanto no, porque algún tiempo después escribí un cuentito sobre boletos y viajes en colectivo. Eso desencadenó que volviera a escribir, o más bien, que intentara hacerlo. Y aún, cada tanto, vuelvo a escribir aunque no está muy claro con qué fin.
La cuestión es que hace unos días salí de la escuela poco después de las 5 y algo, fui al súper y mientras regresaba caminando, a la altura de la parada del colectivos que está atrás de club andino, veo que pasa algo rojo y amarillo. Comenzaba a lloviznar. Lo pensé medio segundo y me subí. Busqué rápidamente mi tarjeta pero no la encontré. Me fijé en los bolsillo, nada. Encontré un billete de dos pesos y pagué con eso; el colectivero me alcanzó el vuelto y el boleto. Agarré ambos, los puse en mi bolsillo, levanté las bolsas con mis compras y me fui hasta el fondo del colectivo.
De pronto, me acordé del boleto. Hacía tanto tiempo que no me daban boleto que no me había dado cuenta de fijarme. 17671. Capicúa.