jueves, 20 de mayo de 2010

Comienza la batalla

Para cuando comprendí lo que estaba sucediendo, cual era el lugar en donde Angie había visto al ratón y todo, el bicho ya debía estar en San Martín de los Andes o en cualquier lugar de la casa. Mi primer impulso fue correr hacia donde se había escabullido el ratón. Obviamente fue en vano porque entre la mesita para el jabón en polvo, las botellas vacías, el lavarropas y la heladera, el roedor en cuestión tenía lugar más que suficiente para esconderse y no ser jamás encontrado. Para cuando miré a mis espaldas no pude encontrar a Angie en el lugar en el había estado hasta hacía unos segundos... Al instante la vi subida a una de las sillas del comedor, armada con un escobillón y con cara de “esto no puede estar pasando”. La insté a que bajara de aquella fortaleza que ella parecía considerar inexpugnable pero que seguramente sería de fácil acceso para nuestro intruso. Para que no me acusen de malo, no se lo dije… Sin embargo, lo que sí le di a entender era que si corría los muebles necesitaría de su ayuda para atontar al ratón. Yo mismo me armé con el seca pisos, listo para golpear a cualquier cosa que se moviera por el suelo. Pero la hora de la acción seguramente ya había pasado hacía mucho tiempo. Angie me sugirió que si yo quería matarlo, el secador seguramente no fuera suficiente. Abrí el cajón de la cocina y empuñé el cuchillo como si fuera a protagonizar la escena de la ducha de “Psicosis”.

Fue entonces cuando empezó el comienzo del fin. Corrimos la heladera, el lavarropas, el mueble con los cajones de mimbre y empezamos a desalojar la mesita y todas las botellas. En la movida tiré una botella que apenas tenía un poco de Gancia. No importó lo poco que fuera lo derramado ya que fue suficiente como para inundar la cocina con su olor dulzón y generar una ola que amenazaba con cubrir todo. Automáticamente desenchufé la heladera y todos los electrodomésticos cercanos para proseguircon la evacuación de la zona. Mientras sacaba la mesa rompí una botella de chirimoya colada. Me puse de mal humor porque no era el mejor momento para ponerme catrasca y arrasar con todas las botellas que tenemos. Me aseguré de sacar ilesa la botella de Baileys que nos había regalado un chico que estuvo en casa y empecé a limpiar la inundación en ciernes mientras que Angie trataba de detener la mezcla de Gancia y Chirimoya que amenazaba con extenderse hacia el living. Ella corría en busca de los trapos de piso para hacer una barrera - eso sí, sin siquiera atreverse a solar el escobillón, defensa natural ante la aparición del ratón- mientras yo me apresuraba a ir absorbiendo con otros trapos la mezcla alcohólica que empezaba a emborracharnos.

Después de despejar el líquido empecé a limpiar con lavandina. El olor que emanaba del piso era fuertísimo y pensé que si la rata no moriría producto de un coma alcohólico, la lavandina la haría llorar hasta morir deshidratada. Finalmente estuvo casi todo seco, pero la cocina aún era un campo minado. Tratando de sacar algunas cosas más me di vuelta y rompí otra botella con un poco de cerveza. Con las botellas que rompí esa noche cubrí mi cuota anual. A esa altura, podrán imaginar… yo ya estaba de muy mal humor. Mi primera noche de vuelta en Bariloche se limitaba a una seguidilla de hechos bochornosos que incluían a un ratón, un montón de alcohol desparramado en el piso, un olor intolerable a lavandina y vaya a saber uno cuantos pedazos de vidrios rotos danzando por el suelo.

Me contuve, bueno, no tanto, estuve un buen rato puteando mientras secaba la cerveza del suelo. Angie debe haberse asustado con mi reacción ya que ni siquiera esbozó una broma en relación a mi innegable habilidad para romper las botellas. El punto positivo - si es que podía ser llamado de esa forma - era que no había ningún estudiante en casa. A esa altura hubiera sido lo único que faltaba.

Manos a la obra, otra vez; continuaba el plan “evacuación” de la cocina. Recogidas las botellas “caídas en acción”, secado el piso, y medianamente desinfectado el campo de batalla… volvíamos a las acciones bélicas. Armado con una linterna, el escobillón y el cuchillo introduje un palo por debajo de la heladera. Angie cuidaba mi retaguardia. Nada, ni un ruido ni una sombra que se moviera allí abajo. Mismo procedimiento abajo del lavarropas. En vista de la tregua que intuimos decidimos que lo mejor sería comer y después veríamos que pasaba…

Cenamos rápido. Nadie habló mucho. Nadie, se sobre entiende, se limita a nosotros dos… Volvimos al campo de batalla para lavar los platos. Dejamos un pedazo de queso embebido en lavandina. No sé cómo se nos ocurrió que el bicho había de comerlo… Hablábamos en voz alta: “como el ratón seguro que ya se fue, vamos a dejar este pedazo de queso acá … mmm … que rico el queso”. Acordamos que Angie compraría el veneno al día siguiente, que tendríamos que lavar todo y que habríamos de procurar mantener todas las puertas cerradas. Obviamente, el ombú fue trasladado a otra habitación. Habíamos perdido la primera batalla…

5 comentarios:

Anónimo dijo...

“como el ratón seguro que ya se fue, vamos a dejar este pedazo de queso acá … mmm … que rico el queso”. Jajaja...me matan!

Cuidado con el Baileys!

Nati.

chili dijo...

0-1

Anónimo dijo...

http://www.youtube.com/watch?v=tG51Z_RLwT0

jajaja, es verdad. Me dio un poco de miedito,el peque estaba transformado!!
Angie

Anónimo dijo...

colilargo o pelilargo_

LRS dijo...

Desde que yo me fui la casita está llena de ratas y botellas de alcohol a medio beber. Esto es el acabóse.