jueves, 30 de abril de 2009

Diarios de un profesor de español. Parte II

Jueves 23 de abril

Observación de campo: Revisar mis concepciones sobre las fiestas sorpresa

Sabrina no sospechaba nada. No sé cómo ni porque pero no sospechó acerca de nuestras inverosímiles excusas para no ir a cenar esa noche a su casa.

Angie, Miguel y yo habíamos llegado a la casa de la anfitriona y “homestay” de Sabrina, Mara, algunos minutos antes de las nueve. Empezamos a poner la mesa mientras esperábamos la llegada del resto de la comitiva. Pronto deberían llegar mis compañeros/as de trabajo; Gloria, Flavia y Fernando. La trouppe habría de completarse con Ron, nuestro jefe. Finalmente habrían de llegar Sabrina y Matías, cuya tarea era entretener a la suiza para que llegara más tarde. Pienso que nunca le habíamos asignado a Matías una tarea para la que estuviera mejor preparado. Si alguien habría de retrasarla y que pareciera natural, pues bien, ése era él.

Efectivamente cumplió su tarea al pie de la letra y para cuando Sabrina entró en la casa, nosotros ya estábamos escondidos/as en el living. “¿Qué es esto?”, escuchamos en la voz inconfundible de Sabrina. “¿Qué pasa?”, volvió a preguntar casi al instante. En ese momento aparecimos gritando. Pienso que jamás lo había sospechado, o al menos bastante bien nos convenció de eso.

Había de todo para comer, así que no discriminamos a nada ni a nadie y nos dedicamos a la tarea que debíamos completar; arrollados de queso con ciervo o trucha ahumada, quesos saborizados, luego ensaladas y finalmente, fideos con salsas varias. Entre ellas merece especial mención la salsa de hongos con panceta de Mara. Esa misma noche descubrimos que no por casualidad era ésta la comida favorita de Sabrina. (En vano voy a tratar de imitarla ya que nuca podré reproducirla. Pero no por eso voy a dejar de intentarlo)

Comimos, hablamos, tomamos, reímos y nos divertimos. Y comimos y hablamos. Y comimos y nos reímos … y así seguimos hasta que se hizo la hora de dejar a Sabrina, que ya había entrado en la cuenta regresiva para abandonar Bariloche con rumbo a Buenos para tomar finalmente su avión a Suiza. De todos modos, no fue esta la primera ni sería la última despedida de nuestra amiga. Pero eso queda para otro post…

lunes, 27 de abril de 2009

Diarios de un profesor de español. Parte I

Miércoles 22 de abril.

Son las 8.05 de la noche. Ya no sé si llueve, si estamos inmersos en una nube o si se despejó pero las ventanas insisten en permanecer empañadas. El viento golpea las despobladas copas de los árboles. No distingo si es el ruido de la lluvia o el del viento que hace caer el agua que está en las hojas de los árboles. Ya terminé de leer y decidí hacer una pausa mientras esperamos a que nos vengan a buscar. Hoy tenemos una cena en la casa de familia donde se hospedó Sabrina durante todos estos meses en los que vivió y trabajó en Bariloche. En teoría es sorpresa. En teoría se supone que cuando lleguemos, deberíamos sorprenderla. Pienso que sospecha algo, pero creo también que siempre tememos que el/la sorprendido/a siempre sospeche algo.

Sabrina empezó a trabajar en la escuela donde trabajo a mediados de diciembre del año pasado. Si bien hacía más de un año que la conocía, recién con la convivencia del trabajo y las salidas, los espacios compartidos y el tiempo que pasamos desde entonces nos hicimos amigos. Y ahora sé que la voy a extrañar cuando ya no esté en Bariloche. Ya lo escribí, es lo peor de mi trabajo, conocer gente, relacionarnos, conocernos y verlos/as partir. Es una parte inherente a mi trabajo en la escuela, y es algo que no dejo de asociar, en cierto punto, a Bariloche.

Como tanta otra gente que hay en mi vida, Sabrina es suiza. Como tantos otros, es una suiza especial. Es desordenada, es impuntual, es caótica. Pero también es espontánea, alegre e irradia energía. Siempre tiene ganas, tiempo y ánimo para organizar algo. Siempre está alegre y (casi) nada parece afectarle. Sabrina puede ir a una cena, sentarse al lado de la única persona que no conoce y comenzar a hablarle en menos de 5 minutos. Es simpática, conversadora y puede hacerle frente a cualquier desafío social y salir victoriosa. Obviamente, al igual que otra tanta gente de Suiza, Sabrina se queja. El correo no funciona, los/as argentinos/as somos indecisos/as; organizamos nuestros planes a último momento… Pero su queja es como la nuestra, casi deportiva, no es la queja de quien toma su país como modelo de eficiencia y perfección. Pienso que es por eso que no me molestan sus quejas, ya que en algún punto son también las mías. Pero, por sobre todo, no lo hace con desdén o desprecio, se nota en su tono, en su forma de hablar. Se queja de aquello que, sabe, pronto va a extrañar.

jueves, 23 de abril de 2009

Qué lástima pero adiós ...

Bueno, al menos pienso que sirvió para distraerme un poco, ponerme en contacto con un par de personajes locales y devolverme al mundo de la escritura. Como dijera una célebre filósofa y pensadora “qué lástima pero adiós, me despido de ti y me voy”… Y así se cerró (bueno, yo cerré) mi -rápida- experiencia universitaria en el profesorado de Lengua y Literatura, al menos por ahora. Habiendo decidido definitivamente abandonar la cursada del Taller de Lectura y Escritura me despido de la feliz y breve experiencia. Lo bueno, si es breve, dos veces bueno, dicen, y tal vez sea verdad. Así que decidí dar por cerrado el capítulo apenas abierto y dedicarme de lleno a la maestría de la UNQ que curso en forma virtual y que su buen tiempo me requiere.

Decía en el post que inició la segunda vuelta del blog que me di cuenta de que no sabía muy bien en que estaba pensando cuándo me embarqué en la aventura. ¿4 materias? ¿en qué tenía mi cabeza ocupada?. Pienso que cómo buen pichón de la UBA de alguna manera necesitaba re institucionalizar mi carrera, meterme en algún espacio con “calorcito” de institución, re encauzar mi vida académica y sentirme cobijado en una universidad. De algún modo la sensación me retrotrajo al camino recorrido hace algunos años, cuando apenas recibido había decidido re-embarcarme para entrar, esta vez, en el mundillo de la sociología… tarea que abandoné para venirme tras la aventura barilochense.

“El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”, dice la frase. Cada tanto compruebo veracidad del refrán. ¿Tan grande es la necesidad de sentir que uno no tiene su vida profesional a la deriva? Nadie discute la importancia de mantenerse actualizado, pero pienso que entre los egresados de ciencias sociales con una integración “diferente” en su área de trabajo existe esta tendencia que nos lleva a seguir embarcándonos una y otra vez para ampliar nuestras áreas de conocimiento o profundizar las que tenemos, con las esperanza de que alguna institución decida cobijarnos.

No abandono la tarea con la frustración de quien no logra terminar algo sino con la tranquilidad de quien ha sabido bajarse a tiempo de algo que inexorablemente terminará por rebasarlo. Tal vez, cuando termine la maestría vuelva a intentarlo. Algo es claro; no ahora.

martes, 21 de abril de 2009

Frey, Jakob y el Rucaco. Episodio III

La bajada por el pedrero no fue ardua ni difícil, pero tenía verdaderas ganas de llegar al refugio. Avanzaba y avanzaba y el refugio parecía igual de distante. Yo seguía tomando fotos, evento extraño en mi, a medida que seguía el camino. Cada tanto algunas piedras se desprendían y hacían un ruido amplificado por todas las piedras que entraban, como consecuencia, en movimiento. Tim, que había cometido la imprudencia de ir primero me miraba para saber si yo seguía vivo o para comprobar que ningún peligro de avalancha masiva amenazara con arrastrarlo a él también.

Finalmente nuestra senda abandonó las piedras, nuestro camino se hizo más perpendicular y comenzamos a bordear el arroyo casa de piedra. En un vado poco profundo y bien surtido de piedras cruzamos y nos acercamos al refugio. Era territorio familiar. Alguna vez escribí que durante mi primer tiempo aquí cada lugar al que volvía me devolvía recuerdos de viejas (y no tanto) vacaciones… eventualmente empezaron a devolverme recuerdos de visitas que realizara desde que vivo aquí. Jacob siempre es el caso. Tanta gente, tantas caminatas. Viajes con amigos y estudiantes, paisajes de primavera, de diciembre, del verano, del otoño.

La laguna ya no estaba tan calmada pero seguía reflejando en forma alucinante los cerros, las lengas, las nubes. La laguna algo calma, un cinturón naranja salpicado por el verde de las lengas que se resistían a perder sus hijas frente a la llegada del otoño. Todo rodeado por los nudos de piedra que lo encierran. Con esa vista y armados de sándwiches (¿o zámbuches?) de jamón y queso nos dispusimos a recuperar energías. Eran las 12.30 cuando llegamos; estábamos bien de tiempo pero no nos sobrara. Tendríamos 5 horas más hasta el tambo. Si no teníamos suerte y ninguna combi funcionaba, deberíamos ir a pie a Colonia Suiza o bien hasta Bustillo. Teníamos tiempo suficiente para seguir tranquilos y para que Tim pudiera disfrutar de esta parte del camino, que era para él enteramente nueva.

Terminado nuestro almuerzo nos aprestamos a terminar la tarea que emprendiéramos el día anterior, terminar nuestra travesía. El caracol, luego el bosque, la zona de cañas con sus pequeños desniveles, la vista del valle que se abre, nada era una sorpresa. Todo estaba donde tenía que estar. Más tarde el puente colgante, lugar obligado para tomar fotos… Empecé a chequear con cierta mecanicidad mi celular. Sí, sé que es raro y a mucha gente puede costarle trabajo creer, pero sí. Un servicio necesitaba de él, tener un dejo de señal para enviar un mensaje a la gente que hace servicio de combi entre el tambo y el centro o bien entre el comienzo de la picada y Puerto Moreno. Como es de esperarse, en la medida en que más necesarios son, menos servicios tienen a prestar. No había señal.

Tarde o temprano tenía que pasar; no tenía señal suficiente para hacer una llamada pero sí para mandar un mensaje. Pero, como era de esperarse, la señal era intermitente. Era necesario seguir avanzando y perdí la señal luego de haber enviado el mensaje. Ya no caminábamos bajo el rayo del sol y nos adentrábamos nuevamente en el bosque, caminando a orillas del arroyo que entre sus vados y saltos muestra su agua de color casi turquesa. Música de los expedientes X. Respuesta en mi celular, “¿Quién sos?” era el mensaje. Intenté llamar pero con notable falta de éxito. Intenté un mensaje. Error. Nuevo intento, logro comunicarme telefónicamente en posición de contorsionista. Busque a Tim con la mirada como para compartir una sonrisa por mi situación “especial” de parabólica humana pero él había continuado el camino. Entretanto fui informado de que no iba a haber servicio de transporte ese día. El fin de la caminata no sería entonces el destino habitual.

Apuré el pasó para alcanzarlo a mi compañero de aventuras que, desde hacía unas cuántas horas estaba bastante silencioso. “No problemo”, respondió cuando le expliqué la situación. Sabía que su respuesta era sincera. Para ese entonces él ya me había agradecido en más ocasiones que las que puedo recordar el haberlo llevado conmigo. Así que continuamos la marcha. Paramos en el tambo, vimos algunos autos estacionados entre los álamos amarillos que se movían con el viento que comenzaba a soplar y seguimos viaje.

Nos lanzamos a la tarea de obtener transporte mientras avanzábamos. Por supuesto que nuestros únicos recursos eran nuestros dedos pulgares extendidos. ¡No! ¡No estábamos imitando al (alicaído) Piñón Fijo! Hicimos dedo… Y funcionó, porque al cabo de un par de kilómetros fuimos levantados y dejados minutos después en la parada del 50/51 del Santuario de Virgen de las Nieves. En media hora nuestra perspectiva cambió por completo ya que nuestro panorama nos llevó del arroyo Casa de Piedra hasta la puerta de la casita que finalmente nos recibía luego de dos largos días.
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viernes, 17 de abril de 2009

Frey, Jakob y el Rucaco. Episodio II

Nos adentramos en el bosque y pasamos las primeras lengas, pero aún seguíamos avanzando por el lecho seco de un arroyo que ya no llevaba agua. A medida que continuábamos la marcha descendíamos y penetrábamos en el valle. Las lengas poco a poco se hacían más altas y el suelo se volvía menos pedregoso. Estábamos cerca, lo sabía. Pero, por ser otoño era diferente de lo que recordaba. En mi memoria era de un verde claro salpicado por el color intenso y brillante de las lengas. Ahora era el valle era amarillento y opaco, las lengas ofrecían una enorme variedad de tonos otoñales, la luz se filtraba por entre las hojas pardas y cada tanto un rayo iluminaba un suelo tapizado de hojas secas.

Continuamos por unos minutos y volví a encontrar algo que siempre recuerdo. No sé el nombre, no se me ocurre ninguna forma de definirlo más que como “el límite del bosque”, el lugar en el que el bosque abruptamente termina y empieza la pradera. Es increíble como se pasa sin pausas, sin transiciones, de un espacio al otro. Caminamos un poco y nos salimos del techo de árboles que nos había dado sombra. Nos paramos bajo el sol y respiré el aire que se había entibiado por el sol cálido de un día otoñal sin nubes. Continuamos avanzando unos minutos bajo el sol para volver a adentrarnos en el bosque. Seguimos por nuestra senda hasta dar con la zona de acampe. El escenario era un poco diferente, pero aún estaba allí, igual pero diferente, como si sólo unos pocos meses hubieran pasado desde que estuviera allí por primera vez.

Tiramos las mochilas e hicimos un poco de reconocimiento del lugar. Pude usar tanto mi carpa surrealista (Y hasta pudimos armarla bien de entrada) como el calentador. Dejamos la carpa armada y, aprovechando la luz que ofrecía el sol que empezaba a declinar, abandonamos el bosque para merendar en la pradera. Mate, sol del atardecer, merienda… Sé que habría sido perfecto si hubieran estado allí mis compañeritos/as de viaje. De algún modo estaban allí, pero no es lo mismo. Hoy pensé bastante en eso. Sabía que no era posible. También sé que nuestras decisiones tienen consecuencias, y conozco cuales son las de mis decisiones.

Pero en ese momento no me dediqué a analizarlo al extremo. Sé que a veces intelectualizo demasiado las cosas. Pero en ese momento sólo me dediqué a disfrutar del escenario que se proyectaba delante de mis ojos.

Las sombras se extendían y la temperatura empezaba a bajar. Fuimos a cocinar. Casi entro en pánico cuando descubrí que había olvidado los fósforos. Me tranquilizó saber que no éramos los únicos en el valle. Otra tres personas habían acampado a unos 20 metros de nosotros, pero casi no los veíamos porque su carpa estaba del otro lado del arroyo y los árboles nos protegían. Mientras armaba el calentador recordé (o se me hizo presente) que el calentador tenía encendedor. Bueno, no tendríamos que ir a pedir fuego (tampoco era una tragedia) ni intentar frotar palos o piedras para obtener una llama. Súbitamente recordé a Pablo hablandome del encendedor incorporado y de que, eventualmente, algún día dejaría de funcionar. A alegré al ver que ese día aún no había llegado.

Cenamos en silencio, hablamos un poco y fuimos a ver como la luna (casi) llena se levantaba desde atrás del Cerro Catedral. Al principio no la veíamos, tan solo un resplandor que iluminaba algunas de las paredes del valle, y que sumía a otras en las penumbras. Poco a poco, la luz le fue ganando a la sombra y quedamos iluminados por el brillo de una luna entera y blanca. Con esta imagen nos fuimos a dormir, cansados pero satisfechos. La mañana siguiente debía comenzar temprano y así lo hizo. A las 9 de la mañana ya habíamos desayunado, desarmado la carpa y guardado todo. Tomamos un par de fotos y salimos.

La primera parte de la caminata transcurrió tranquila, oscilando entre el bosque y algunos claros. En algunos encontramos los restos de la helada de la noche anterior. Seguimos avanzando hacia el oeste, ganando altura y dejando atrás el bosque. Las lengas se achaparraban a medida que avanzábamos, y también eran cada vez menos frecuentes. Las marcas rojas seguían guiando nuestro ascenso y alejándonos del valle. Con frecuencia miraba hacia atrás para volver a verlo al calor del sol del día que comenzaba. La imagen cambiaba cada vez no sólo porque cambiaba la intensidad y posición del sol. También nuestra altura era mayor, y la vista ganaba en perspectiva a costa de los detalles que se perdían.

Finalmente llegamos a un llano de piedras desde donde se veía el largo pedrero de debíamos ascender. Tomamos agua, descansamos antes de empezar el último gran ascenso, y empezamos. Serían cerca de las 10 de la mañana cuando empezamos a subir por entre las piedras y lajas. El sol ya brillaba en lo alto y comenzábamos a sentirlo a nuestras espaldas. Nuestro camino continuaba trepando en el zigzag marcado por las manchas rojas que marcaban la senda. También recordaba que había habido nieve aquí, pero nada quedaba ahora de ella. A cada instante parecía que estábamos a punto de alcanzar nuestro objetivo inmediato, el paso a Jakob. Y sin embargo, cada vez que parecíamos estar llegando descubríamos que la perspectiva nos jugaba una broma.

Pero finalmente vimos a lo lejos en el oeste la cordillera que se extendía, ancha y larga frente a nosotros. Y hacia abajo cerca, muy cerca, la laguna Jakob. El agua, como un espejo, reflejaba el cielo y las montañas circundantes. Y entre las lengas de colores estaba él, el refugio San Martín, más conocido por todos (nosotros/as) como “el Jakob”. Si hubiera sido un águila hubiera llegado en 10 o 15 minutos. Mi camino era un poco más largo y requeriría más tiempo, así que descansamos y nos preparamos para continuar...

Frey, Jakob y el Rucaco. Episodio II (Fotos)



jueves, 16 de abril de 2009

Frey, Jakob y el Rucaco. Episodio I

Miguel se fue el jueves mismo con rumbo a El Bolsón. Angie se fue esa misma mañana algunas horas antes que yo. Yo debía salir con Tim, un estudiante alemán que vive en casa, a las 8. Un poco más tarde, a las 8.15 tenía que pasar nuestro colectivo. Tenía que pasar y, como era de esperarse, no pasó a la hora indicada. No habría de pasar hasta media hora después. El colectivo esteba casi lleno, y entre los pasajeros estaban Erin y Graeme, una pareja de Inglaterra que habían sido mis estudiantes durante la semana que acababa de terminar. Su plan original, imagino, debe haber sido pasar un día haciendo una caminata más o menos tranquila yendo al refugio. Mucho temo haber arruinado su plan, ya que el nuestro era empezar a caminar a las nueve con la idea de llegar al refugio antes de la una de la tarde. Por esas razones que uno nunca termina de entender, no se quejaron ni plantearon sugerencia alguna de ir más lento. Los cuatro, Tim, la pareja de Inglaterra y yo subimos a Frey en buen tiempo, permitiéndonos incluso algunas pausas. Disfrutamos de las ventajas que ofrecía el otoño; un sol cálido pero no abrasante, ausencia de tábanos y avispas y una variedad de colores en las lengas que acompañan buena parte de la senda. El camino hasta el refugio no me era desconocido. Ya no sé cuántas, pero lo hice bastantes veces. Pero después… después era otra historia.


Lo que planeábamos hacer después de llegar al Frey – y luego de haber almorzado, claro está – era continuar con rumbo al valle del Rucaco, un arroyo pequeño que serpentea tranquilo por una pradera encerrada entre las montañanas. La última – y única – vez que había hecho la travesía se remonta a cinco (¿o seis?) años atrás. Mis compañeros de ese entonces (Chili, Sissi y Pancho) y yo habíamos comenzado allí las aventuras que quedaron recogidas en un -entonces- célebre diario de viaje, uno de los que más disfruté escribir.

Ahora, tantos años después me encuentro ante una tarea similar, y al mismo tiempo, diferente. Con todas estas expectativas y los recuerdos de aquella travesía en mi mente partimos con rumbo al valle.

Ya en el refugio, la primera etapa era simple, al menos en los papeles. A la izquierda del refugio comenzaba una senda casi escondida entre las lengas achaparradas teñidas de ocre, siempre bordeando la laguna Toncek por la derecha. La senda casi se pierde entre las piedras y, guiados más por el instinto y el sentido común antes que por las marcas llegamos a un pedrero por donde el camino comienza a subir piedra a piedra hasta llegar a la meseta donde se encuentra la laguna Schmoll. A pesar de que en mi recuerdo se encontraba rodeada de nieve y tenía hielo flotando en su superficie, ahora se nos presentaba en un escenario semi desértico, rodeada de piedras y reflejando el azul intenso del cielo.

Paramos a descansar. Mi compañero de caminata y yo aprovechamos para tomar un poco de agua y comer algo. Cargamos nuestras botellas con el agua de la laguna. Una marca roja sobre una piedra ubicada a nuestra izquierda nos mostraba por donde continuaba nuestro camino. La parte que seguía daba un aspecto en todo diferente a lo que había experimentado cuando realizara la travesía por primera vez. El viento soplaba y en lugar de llegar fresco como cuando avanzamos resbalando sobre la nieve ahora llegaba más caliente. De la nieve no quedaban casi vestigios, tan solo piedras y más piedras. La tarea se presentaba monótona pero distaba de ser imposible.

Luego de unos pocos metros por la playa emprendimos el nuevo ascenso. Trepamos, volviéndonos de tanto en tanto para admirar las lagunas Schmoll y Toncek, que iban quedando atrás, a nuestras espaldas. Finalmente nuestro camino dejó de ascender y llegamos a un espacio desértico, encajonado, cerrado por paredes de piedas que impedían cualquier tipo de visión panorámica, hasta que, luego de dos minutos de caminar la vimos… Las paredes se abrieron y la cordillera se mostró. Primero las montañas más alejadas, de entre ellas, pintado de blanco por sus glaciares, el Tronador. Más cerca pudimos reconocer el valle del Rucaco que se extendía a nuestra izquierda, debajo de las montañas… y en medio, el arroyo con sus curvas y meandros, serpenteando en la pradera, las paredes del valle tapizadas de lengas verdes, amarillas, anaranjadas, rojas y marrones. Y en el centro del valle, rodeados de pastizales amarillos, el dibujo que hacían las lengas achaparradas de todos colores. Nos detuvimos, miramos y nos miramos. La escena resultaba casi increíble, pero era tan real como nosotros. Hicimos otra pausa.

Por primera vez me di cuenta de que sacaba fotos en forma casi sistemática, sin quedar nunca satisfecho, porque la parcialidad de las fotos no alcanzaba a hacer justicia a la escena que tenía ante mis ojos. Entonces fue cuando pensamos que aún nos quedaba poco más de una hora de caminata frente a nosotros. Serían pasadas las tres y media cuando comenzamos el descenso por el pedrero. Esa parte del camino guardaba bastante similitud con lo que recordaba; piedras sueltas, lajas y tierra por doquier. Piedras sueltas que bajaban acompañándonos y Tim que me miraba con cara de interrogarse acerca de cómo hacía yo para estar vivo a pesar de mi estilo poco ortodoxo. Él bajaba a ritmo regular, ayudado por sus bastones de trekking, prolijo y sistemático. Yo, en cambio, lo hacía en medio de una nube de polvo y rodeado de una avalancha de piedras de diversos tamaños. Mi estilo de surfista de la avalancha contrastaba con el suyo. Media hora más tarde entrábamos en el bosque de lengas.


El blog, otra vuelta ...

¿Cómo empezar un nuevo capítulo del blog sin decir que soy un colgado?, ¿cómo hacerlo sin parecer repetitivo?, ¿cómo ser crítico de mis propios defectos sin caer en lugares comunes?

Las respuestas, claro está, no las tengo, así que voy a ahorrarme el esfuerzo de buscarlas. Habiendo dejado aclarada esta cuestión, dejo (¿dejamos?) por inaugurada una nueva etapa del blog que, espero, tenga una vida más duradera que la anterior.


Pareciera que hay algo en el otoño barilochense que lleva a la escritura, aunque en este caso pienso que se debe a dos cuestiones bastante claras e identificables. Hace tres (casi cuatro) semana comencé a cursar el Profesorado en Lengua y Literatura en la flamante Universidad Nacional de Río Negro. Inicialmente, sin pensar mucho, me inscribí dos materias, una de ellas era un taller de lectura y escritura. Evidentemente el trabajo en esta materia me ha llevado, o más bien traído, a reencontrarme con el hábito más o menos sistemático de la escritura. Escribí unos renglones antes que me inscribí “sin pensar mucho”, aunque bien podría decir sin pensar absolutamente nada… ¿en qué estaba pensando cuándo lo hice? No lo sé. Tampoco sé como pensaba arreglarme para trabajar en la escuela, en la universidad, en la casa, hacer la maestría virtual de la UNQ (Léase Unqui) que comencé en el mismo momento. ¿Con que necesidad?, me pregunto. Pienso que afortunadamente tuve un dejo de clarividencia sobre esta situación cuando el fin de semana anterior a Pascuas estuve abocado a ponerme al día con la lectura y, a pesar de contar con un feriado extra, no logré hacerlo.


Se ve que, incluso en este tipo de situaciones podemos tener momentos de relativa iluminación. “¿Por qué invertir tanto tiempo y esfuerzo en algo que me va a sobrepasar y que posiblemente abandone en algún momento cercano a la mitad del cuatrimestre?”, me pregunté primero, para luego interrogarme acerca de que pasaba por mi mente en el momento de inscribirme a las materias. No habiendo podido encontrar respuestas satisfactorias opté por la mejor opción para mi salud mental.


Obviamente mi vida ha dado un giro de unos cuantos grados -no sé exactamente cuántos pero sí sé que son bastantes- desde mi última experiencia universitaria; tengo obligaciones laborales bastante diferentes, tengo una casa de la que hacerme cargo e “hijos” de los que ocuparme. Debo admitir que el cambio no es menor y que la situación me obligó a reflexionar un poco sobre el tema. Entonces pensé en lo que había vivido en los últimos meses, en lo que había contado y en lo aún tenía -tengo- para contar, en las cosas que pospuse y en la larga pausa en la que sumí a este pobre blog. Así que decidí que era hora de empezar otra vuelta, de poner al blog en movimiento. Y, como dijera Carlitos Balá, el movimiento se demuestra andando…