Nos adentramos en el bosque y pasamos las primeras lengas, pero aún seguíamos avanzando por el lecho seco de un arroyo que ya no llevaba agua. A medida que continuábamos la marcha descendíamos y penetrábamos en el valle. Las lengas poco a poco se hacían más altas y el suelo se volvía menos pedregoso. Estábamos cerca, lo sabía. Pero, por ser otoño era diferente de lo que recordaba. En mi memoria era de un verde claro salpicado por el color intenso y brillante de las lengas. Ahora era el valle era amarillento y opaco, las lengas ofrecían una enorme variedad de tonos otoñales, la luz se filtraba por entre las hojas pardas y cada tanto un rayo iluminaba un suelo tapizado de hojas secas.
Continuamos por unos minutos y volví a encontrar algo que siempre recuerdo. No sé el nombre, no se me ocurre ninguna forma de definirlo más que como “el límite del bosque”, el lugar en el que el bosque abruptamente termina y empieza la pradera. Es increíble como se pasa sin pausas, sin transiciones, de un espacio al otro. Caminamos un poco y nos salimos del techo de árboles que nos había dado sombra. Nos paramos bajo el sol y respiré el aire que se había entibiado por el sol cálido de un día otoñal sin nubes. Continuamos avanzando unos minutos bajo el sol para volver a adentrarnos en el bosque. Seguimos por nuestra senda hasta dar con la zona de acampe. El escenario era un poco diferente, pero aún estaba allí, igual pero diferente, como si sólo unos pocos meses hubieran pasado desde que estuviera allí por primera vez.
Tiramos las mochilas e hicimos un poco de reconocimiento del lugar. Pude usar tanto mi carpa surrealista (Y hasta pudimos armarla bien de entrada) como el calentador. Dejamos la carpa armada y, aprovechando la luz que ofrecía el sol que empezaba a declinar, abandonamos el bosque para merendar en la pradera. Mate, sol del atardecer, merienda… Sé que habría sido perfecto si hubieran estado allí mis compañeritos/as de viaje. De algún modo estaban allí, pero no es lo mismo. Hoy pensé bastante en eso. Sabía que no era posible. También sé que nuestras decisiones tienen consecuencias, y conozco cuales son las de mis decisiones.
Pero en ese momento no me dediqué a analizarlo al extremo. Sé que a veces intelectualizo demasiado las cosas. Pero en ese momento sólo me dediqué a disfrutar del escenario que se proyectaba delante de mis ojos.
Continuamos por unos minutos y volví a encontrar algo que siempre recuerdo. No sé el nombre, no se me ocurre ninguna forma de definirlo más que como “el límite del bosque”, el lugar en el que el bosque abruptamente termina y empieza la pradera. Es increíble como se pasa sin pausas, sin transiciones, de un espacio al otro. Caminamos un poco y nos salimos del techo de árboles que nos había dado sombra. Nos paramos bajo el sol y respiré el aire que se había entibiado por el sol cálido de un día otoñal sin nubes. Continuamos avanzando unos minutos bajo el sol para volver a adentrarnos en el bosque. Seguimos por nuestra senda hasta dar con la zona de acampe. El escenario era un poco diferente, pero aún estaba allí, igual pero diferente, como si sólo unos pocos meses hubieran pasado desde que estuviera allí por primera vez.
Tiramos las mochilas e hicimos un poco de reconocimiento del lugar. Pude usar tanto mi carpa surrealista (Y hasta pudimos armarla bien de entrada) como el calentador. Dejamos la carpa armada y, aprovechando la luz que ofrecía el sol que empezaba a declinar, abandonamos el bosque para merendar en la pradera. Mate, sol del atardecer, merienda… Sé que habría sido perfecto si hubieran estado allí mis compañeritos/as de viaje. De algún modo estaban allí, pero no es lo mismo. Hoy pensé bastante en eso. Sabía que no era posible. También sé que nuestras decisiones tienen consecuencias, y conozco cuales son las de mis decisiones.
Pero en ese momento no me dediqué a analizarlo al extremo. Sé que a veces intelectualizo demasiado las cosas. Pero en ese momento sólo me dediqué a disfrutar del escenario que se proyectaba delante de mis ojos.
Las sombras se extendían y la temperatura empezaba a bajar. Fuimos a cocinar. Casi entro en pánico cuando descubrí que había olvidado los fósforos. Me tranquilizó saber que no éramos los únicos en el valle. Otra tres personas habían acampado a unos 20 metros de nosotros, pero casi no los veíamos porque su carpa estaba del otro lado del arroyo y los árboles nos protegían. Mientras armaba el calentador recordé (o se me hizo presente) que el calentador tenía encendedor. Bueno, no tendríamos que ir a pedir fuego (tampoco era una tragedia) ni intentar frotar palos o piedras para obtener una llama. Súbitamente recordé a Pablo hablandome del encendedor incorporado y de que, eventualmente, algún día dejaría de funcionar. A alegré al ver que ese día aún no había llegado.
Cenamos en silencio, hablamos un poco y fuimos a ver como la luna (casi) llena se levantaba desde atrás del Cerro Catedral. Al principio no la veíamos, tan solo un resplandor que iluminaba algunas de las paredes del valle, y que sumía a otras en las penumbras. Poco a poco, la luz le fue ganando a la sombra y quedamos iluminados por el brillo de una luna entera y blanca. Con esta imagen nos fuimos a dormir, cansados pero satisfechos. La mañana siguiente debía comenzar temprano y así lo hizo. A las 9 de la mañana ya habíamos desayunado, desarmado la carpa y guardado todo. Tomamos un par de fotos y salimos.
La primera parte de la caminata transcurrió tranquila, oscilando entre el bosque y algunos claros. En algunos encontramos los restos de la helada de la noche anterior. Seguimos avanzando hacia el oeste, ganando altura y dejando atrás el bosque. Las lengas se achaparraban a medida que avanzábamos, y también eran cada vez menos frecuentes. Las marcas rojas seguían guiando nuestro ascenso y alejándonos del valle. Con frecuencia miraba hacia atrás para volver a verlo al calor del sol del día que comenzaba. La imagen cambiaba cada vez no sólo porque cambiaba la intensidad y posición del sol. También nuestra altura era mayor, y la vista ganaba en perspectiva a costa de los detalles que se perdían.
Finalmente llegamos a un llano de piedras desde donde se veía el largo pedrero de debíamos ascender. Tomamos agua, descansamos antes de empezar el último gran ascenso, y empezamos. Serían cerca de las 10 de la mañana cuando empezamos a subir por entre las piedras y lajas. El sol ya brillaba en lo alto y comenzábamos a sentirlo a nuestras espaldas. Nuestro camino continuaba trepando en el zigzag marcado por las manchas rojas que marcaban la senda. También recordaba que había habido nieve aquí, pero nada quedaba ahora de ella. A cada instante parecía que estábamos a punto de alcanzar nuestro objetivo inmediato, el paso a Jakob. Y sin embargo, cada vez que parecíamos estar llegando descubríamos que la perspectiva nos jugaba una broma.
Pero finalmente vimos a lo lejos en el oeste la cordillera que se extendía, ancha y larga frente a nosotros. Y hacia abajo cerca, muy cerca, la laguna Jakob. El agua, como un espejo, reflejaba el cielo y las montañas circundantes. Y entre las lengas de colores estaba él, el refugio San Martín, más conocido por todos (nosotros/as) como “el Jakob”. Si hubiera sido un águila hubiera llegado en 10 o 15 minutos. Mi camino era un poco más largo y requeriría más tiempo, así que descansamos y nos preparamos para continuar...
8 comentarios:
Me encanta cliquear sobre las fotos y agrandar las imágenes en el monitor...
Y bueno, cada quien se divierte como puede y quiere...
lo que es estar al pedo....
Excelente!
Vamos a ver cuánto durás con este ritmo...por ahora actualizás, opinás y respondés...cuánto vas a durar así, eh?
Mató la onda...
Con la verdad no ofendo ni temo
no?
El último "anónimo" no soy yo (yo "anónimo"), por lo tanto...no te metas (último anónimo)!
Besos a todos los anónimos!
Publicar un comentario