Si
el origen (real) de Roma resulta misterioso y difícil de rastrear,
el de Nápoles no se queda atrás. Obviamente los arqueólogos la
deben pasar bomba discutiendo y rebatiendose mutuamente sus
hipótesis. Lo que sabemos es que desde el siglo VIII a.C. hubo una
creciente presencia de colonos griegos que llegaron de las islas de
Eubea y Rodas. No llegaron inicialmente a Nápoles sino que fundaron
otra ciudad. Y a partir de allí comenzó la expansión griega en la
zona.
El
mecanismo parece repetirse en toda la región. Llegaban los colonos
griegos (normalmente impulsados a la colonización buscando mejores
condiciones de vida o expulsados por sus enemigos políticos). Se
establecían en algún lugar, se repartían las tierras y cuando la
población era atacada, conquistada, sufría hambrunas o se peleaban
entre ellos, alguien se marchaba con una manos atrás y otra adelante
para recomenzar el proceso. En esos casos o bien algún grupo era
expulsado o bien algunos se iban sin que los echaran y buscaban un
rinconcito para fundar su propia ciudad. Así nació la ciudad de
Parténope, con expulsados de otras ciudades y colonias.
Parténope,
mitológicamente hablando, era una de las tres sirenas que vivía
cerca de la isla de Capri y que Ulises/Odiseo escuchó cantar en su
(largo) viaje de regreso a casa desde Troya. Sí, ya sé que de Troya
a Grecia el camino no pasa por Nápoles, pero no hay que olvidarse de
que el viaje de regreso de Odiseo fue especialmente complicado. En
fin, volviendo a Parténope, por cuestiones estratégicas, la ciudad
fue fundada en lo alto de una colina. Sin embargo, a medida que los
griegos continuaron la colonización del sur de Italia y los ataques
enemigos fueron menores, fue cada vez menos importante estar en un
lugar fácilmente defendible y, en cambio, comenzó a ser necesaio
estar más cerca del mar. En el siglo V a.C. un grupo de habitantes
de Parténope decidió establecerse en la llanura al pie de la
colina. Este asentamiento recibió el nombre de Neápolis, la ciudad
nueva, en oposición a la Paleópolis, la ciudad vieja allá arriba
de la colina. Con el tiempo la ciudad vieja fue abandonada y Neapolis
comenzó a prosperar.
Neapolis
se convirtió en una de las mayores ciudades de la Magna Gracia (la
“Grecia grande” que era como los griegos llamaban a esta región
del sur de Italia en la que fueron estableciéndose). Por aquella
época las ciudades griegas pasaban, en general, tanto tiempo en
guerra entre ellas como con sus vecinos, fueran estos cartagineses,
etruscos o latinos. Y como el Martín Fierro aún no había sido
escrito, poco sabían acerca de la necesidad de que los/las
hermanos/as fueran unidos/as. Como resultado de su ignoracia de la
poesía gauchesca, se los comieron los (de una ciudad) de afuera.
Claro está que estoy hablando de Roma.
Al
igual que el resto de las ciudades griegas de la zona, Nápoles tuvo
una relación bastante especial con Roma. Por un lado había sido
conquistada por los ejércitos romanos pero, por el otro, la cultura
helénica de los vencidos fascinaba a sus conquistadores. Los griegos
se volvieron más romanos en los papeles pero los romanos se
volvieron más griegos, al menos culturalmente hablando.
Durante
buena parte de la época de la república, Nápoles se las arregló
para preservar sus tradiciones e idioma y atraer a los romanos con
dinero que admiraban la cultura griega. Virgilio, el autor de la
Eneida, como así numerosos emperadores romanos solían pasar sus
vacaciones de verano en Nápoles, que vio en la era romana lo que hoy
definiríamos como un boom inmobiliario.
Con
un poco menos de gloria, Nápoles también vio llegar a Rómulo
Augústulo quien -a pesar de la pompa y rimbombancia de su nombre-
fue el último emperador romano (de occidente). Llegó a Nápoles
como exiliado, luego de ser depuesto y ver disolverse su imperio.
Por
los siguientes seiscientos años la historia de Nápoles fue un tanto
tumultuosa. Fueron conquistados por los ostrogodos, pero luego los
bizantinos les birlaron
ouparon el sur de Italia. Que
mío, que tuyo, que sí que no, germanos y bizantinos quitándose la
ciudad los unos a los otros.
Para el siglo IX la situación era ya insostenible y los napolitanos
formaron un ducado independiente. Claro que Italia no era por aquella
época un mar de tranquilidad. Los musulmanes habían ocupado parte
de Sicilia, los germanos avanzaban desde el norte y los napolitanos
terminaron empleando a los normandos para defenderse.
Claro
que la alianza con los normandos fue, en la práctica, otra que la
del caballo de Troya. Para defenderse de sus vecinos se aliaron con
los normandos y estos fueron poco a poco despojando al ducado de
Nápoles de sus territorios hasta que en el 1137 se acabó lo que se
daba. Los normandos se cansaron de la farsa y obligaron a duque a
abdicar para luego incorporar la zona al recién nacido reino de
Sicilia, con capital en Palermo.
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