Si me había sorprendido durante el camino no haber vistos rastros de un otoño que no terminaba de llegar, más habría de sorprenderme después de llegar a la "cancha de fútbol". No, no se preocupen, no cambié mis hábitos y sigo sin pisar una cancha de un equipo dedicado a tal deporte... es sólo que así se llama el lugar al que se llega después de continuar el ascenso desde la laguna Schmoll.
No voy a negar que no estaba ligeramente orgulloso de mi por haberme bancado el tramo caminado hasta entonces y, más aún, por el buen tiempo que llevaba (Nota: Buen tiempo para mí, que la primera vez que subí al Frey me casi me muero antes de llegar... No comparado con la gente "pro" de la montaña). La vista desde el filo era buenísima y aproveché para experimentar con el temporizador de mi máquina.
A pesar del cielo azul, sabía que la temperatura era relativamente baja, pero a fuerza de cargar con mi mochila (y por ende con la bolsa de dormir, la carpa, el calentador, la ollita y la comida) no dejaba de sentir cierto calor que me llevaba a continuar la marcha en camiseta.
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No importa cuántas veces lo vea, el Rucaco siempre parece mágico |
Jakob a la izquierda, Lynch a la derecha... Sigo mi senda y me encuentro con la siempre impactante imagen del valle del Rucaco... El arroyo serpenteando, su andar ondulado por el valle, el bosque de lengas y la pradera. Me sorprendió que, en contraste con el año anterior todo estuviera tan verde. Si no fuera por la temperatura que no permitía que me engañara hubiera pensado que estábamos en verano. Hacía un año que había estado allí y no había visto ni dos lengas con hojas verdes, el valle inundado de amarillos, rojos, ocres... tan diferente de lo que ahora se extendía frente a mi.
Me dispuse a bajar por entre las piedras con la certeza de que si no quería romperme nada tendría que tener cuidado. Ya lo saben, tengo cierta tendencia a la torpeza, razón que me obliga a tener cuidados extra -básicamente mirar y concentrarme- en este tipo de circunstancias. Piedras, piedras y más piedras. Grandes y firmes al principio, más pequeñas y sueltas a medida que veía que me acercaba al bosque. Hasta que finalmente llegué al lecho seco del arroyo que marca el camino a seguir.
Las piedras fueron disminuyendo y las lengas ganaron en altura. Las más achaparradas fueron quedando atrás mientras poco a poco me adentraba en este bosque tan especial. Cada vez que estoy ahí recuerdo por qué me gusta tanto ese lugar. No será la primera vez que lo diga, casi seguro tampoco la última... pero tiene esto tan especial que me hace volver una y otra vez. Esta sensación de vacaciones mezclada con la certeza de estar (casi) solo en medio del bosque, ver la luz filtrándose por entre las lengas, salir del bosque y entrar abruptamente, sin avisos ni transiciones, a la pradera que está en el centro del valle.
Embebido e idiotizado en esta sensación que me invadía llegué a la zona de acampe. Miro los distintos lugares para acampar y elijo uno que me parecía que estaba bueno. Tiro mi mochila ahí y me pongo a elongar. Mientras iba elongando miraba tratando de averiguar si había alguien más en la zona. Nadie por aquí, nadie por allá... y mientras iba terminando de elongar unas risas se dejaban oir a lo lejos. Las risas no tardaron en adquirir formas humanas que llegaron y se quedaron a unos 6 ó 7 metros de donde yo estaba. Nos saludamos y cruzamos un par de palabras.
Mientras ellos terminaban de elongar tomé mi botella de agua, mi libro y mis anteojos de sol para tirarme a leer algo, hidratarme y relajarme un poco mientras el aire del valle aún estaba cálido. Llevaba leídas dos o tres páginas cuando noté cierto movimiento entre mis compañeros de acampe. Los colores de sus comperas y mochilas se movían de un lado para el otro, yendo a parar extrañamente cerca de donde mi mochila había quedado tirada. Me llamó la atención tanto como para pararme y chequear la situación.
Para mi sorpresa habían dejado sus cosas a dos metros de mi mochila y empezaban a buscar su carpa. Miré con cara de extrañeza en ese dirección tratando de ser visto. Nada, ninguna reacción. Vuelvo a repetir el procedimiento mientras empiezo a pensar si iba a encararlos preguntándoles si no habían visto mi michila o si iba a armar mi carpa a escasos dos metros de la de ellos... o tal vez dar por perdida la batalla y buscar otro lugar. Casi con intuición provinciana pensé "porteño maleducado, ¿no podía buscarse su lugar?".
Mientras me sorprendía a mi mismo por haber concebido semejante idea ví que finalmente la mujer de la pareja me había visto y le comentaba al hombre: "Creo que él quería acampar acá...". La respuesta que obtuvo de su compañero de caminata - no me consta ni me interesa su estado civil - fue "¡Qué me diga algo!¡Qué venga y me diga algo!".
Ah no ... no, no, no ... yo no había ido y vuelto de mi casa al centro dos veces y mucho menos caminado por 5 horas para que este porteño maleducado me arruinara mi fin de semana con un "¡Qué venga a decirme algo!". Ahí mismo me di cuenta de que yo no estaba dispuesto, a diferencia de este sujeto, a dejarme arruinar la travesía. "Ma' si maleducado, quedate con ese lugar...".
Fui hasta donde estaba mi mochila, agarré las cosas, miré con irónica simpatía a la gente y me busqué un lugarcito... Algo sencillito porque yo con cualquier cosita me arreglo, ¿vieron?. En ese momento me sentí feliz porque me había dado cuenta de que mientras este tipo sí podría haberse arruinado el trekking, yo sabía que no quería que mancharan el mío. Y así me encontré un lindo lugar donde me dispuse a armar mi extravagante carpa (ya aprendí a armarla solo sin confundirme, todo un éxito) y donde más tarde habría de cenar no tan frugal pero si tan rápidamente como había almorzado.
Afortunadamente no tuve que ir al baño de noche (curioso: "ir al baño" ¿a qué baño, me pueden decir?) porque, como quien dice, estuvo fresco pa' chomba. Al menos eso demostró el hielo que se había condensado debajo de mi carpa. Dicho sea de paso, cambié mi plan de levantarme temprano (léase a las 8) por un poco más tarde (léase a las 9.15) por el frío que pensaba que hacía afuera. No sin razón, entonces, desayuné adentro de la carpa y para cuando me digné a salir de mi escondrijo tan sólo tuve que desarmar mi toldería y empacarla. Muy a mi pesar mis compañeritos de zona de acampe -nadie más había llegado- terminaron de empacar casi al mismo tiempo que yo.
Empecé a caminar relativamente rápido como para ir separándome de ellos y empecé a salir del bosque y llegué a las lengas achaparradas que anunciaban el próximo ascenso... interrumpido alguna que otra vez para mirar el valle que ahora se extendía a mis espaldas y saludar al Rucaco hasta mi próxima travesía... a sabiendas de que lo mío aún terminaba y de que después de trepar las últimas piedras se iba a abrir ante mi otro panorama igualmente alucinante.
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El Refugio Jakob, allá lejos |
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Último descanso antes de empezar a bajar
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El refugio Jakob, una parada técnica obligada |
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Sí, lo sé... pero no puedo sonreír en las fotos sin poner cada de idiota. Si me río en forma natural es otra historia, pero no importan cuanto lo intente, simplemente, no sale.
Con el refugio (sí, se llama San Martín, pero le va mejor el nombre de la laguna) Jakob al final de mi senda y acercándose continué la marcha con cuidado ya que, nuevamente, iba por entre las piedras...