La actual Karlovy Vary (en la república Checa) se llamó por cerca de quinientos años
Karlsbad. O, en su defecto, Carlsbad. Básicamente los nombres significan lo
mismo en checo y en alemán, los baños (termales) de Carlos (o, mejor dicho, de
Karl). El Carlos o Karl en cuestión es Carlos IV, rey de Bohemia y emperador
romano germánico.
Además de rey y emperador parece que Carlos siempre se hacía algún tiempito para dedicarse, cuando
no, a la caza (¡qué fijación, por favor!). Cuenta la leyenda que mientras
estaba de cacería allá lejos y hace tiempo (en el año 1350, para ser exactos)
uno de sus perros descubrió una fuente de aguas termales. Carlos, que además de
cazador también disfrutaba de los placeres de un buen baño de agua caliente
decidió que fundaría ahí mismo un pueblo. Y claro, no le podían poner de nombre al
lugar “los baños termales del perro de Carlos” así que haciendo gala de un ego
a la altura de sus títulos bautizó al pueblo como Karlsbad, los baños
(termales) de Carlos.
La región donde se encontraba el pueblo era una zona
eminentemente germanoide de Bohemia, por lo que el nombre Karlsbad se impuso a la variante
checa, Karlovy Vary, al menos hasta 1945, cuando la situación cambió
drásticamente. No era el primer cambio que experimentaba el pueblo, que conocía
una larga historia de idas y vueltas.
Por muchos años la población del pueblo se dedicó a recibir a
quienes se llegaban al lugar buscando las bondades de sus aguas, que también
eran (y son) bebidas. De hecho, un currito importante negocio lucrativo consiste en la venta de recipientes para beber las aguas termales. Claro que el turismo no era una industria muy floreciente
que digamos a finales de la Edad Media. De hecho, más allá de unos pocos centenares de familias que llegaban al año para bañarse y tomar sus aguas
termales, Karlsbad apenas recibía visitantes.
Industrialización mediante, el panorama cambió drásticamente. No
sólo gracias a la línea de tren que unió Karlsbad con Praga sino también porque
los baños termales se pusieron de moda y, además de los sátrapas de la
nobleza europea, la no menos ociosa naciente burguesía del continente comenzó a darse cita en
el lugar.
Para 1911 la ciudad estaba en pleno auge turístico y sus baños
eran un punto de encuentro para nobles rusos, funcionarios austrohúngaros,
empresarios alemanes, diplomáticos franceses y aristócratas ingleses.
Cual si fuera el Gran Hotel Budapest, la ciudad conserva aún hoy su mayor gloria hotelera, el Grand Hotel Pupp, testigo de la época dorada de Karlsbad, la belle époque previa a la primera Guerra Mundial.
Parece que ya desde aquella época viene la fascinación –que aún
hoy- los rusos tienen con Karlovy Vary, como lo demuestra la iglesia ortodoxa
con que cuenta la ciudad.
No sólo los nobles y los funcionarios acomodados de la Rusia zarista han sido devotos visitantes de Karlovy Vary. De hecho, es sorprendente la enorme cantidad de cartelería en
ruso que hay por todos lados. Se ve que hay pasiones que son de larga duración.
Salvo por una inmensa mole de concreto que se alza (casi) en pleno centro, el resto del lugar ofrece una imagen melancólica de ciudad que conoció mejores épocas.
Una suerte de paraíso decadente de la belle époque en el que poco cuesta imaginarse a sus exclusivos/as visitantes paseando, hablando de la bolsa, de sus inversiones más recientes y del descubrimiento de minas de oro en algún recóndito lugar del mundo.
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