En
el verano (verano europeo, que sería nuestro invierno) de 1789 París fue el escenario de uno de
los eventos más pintados, idealizados, criticados, ensalzados, combatidos,
discutidos e imitados de la historia. Sí, la Revolución Francesa. Revolución y
París desde entonces se convirtieron por varios años en sinónimos y si en el
viejo continente había un viento de algo nuevo, un rumor de algún cambio o sensación
de que algo estaba a punto de ocurrir, entonces había que mirar a París para
ver qué pasaba. Al menos así fue por cerca de cien años, hasta 1871.
A
lo lago del proceso revolucionario la influencia parisina fue tan importante
que uno de sus mayores símbolos, la bandera tricolor no es otra cosa que la
bandera de París (roja y azul) con una franja blanca en el medio simbolizando a
los Borbones.
De
la toma de la Bastilla a los Campos de Marte, de las Tullerías a Les Invalides,
la ciudad entera guarda recuerdo de la época. Y no sólo de la revolución sino
también de lo que vino después, es decir, Napoleón Bonaparte.
Y con la influencia del imaginario republicano primero, y del imperial después hubo un florecimiento del estilo neoclásico. República e imperio se identificaban por igual con Roma. Y Roma, con columnas y cúpulas. Así que así allá fueron los arquitectos franceses de la época.
Sin
embargo a quien debemos buena parte de la apariencia del París actual es al
Barón Hausmann, quien durante la época de Napoleón III -el sobrino del Napoleón posta- llevó a cabo un extenso
plan urbanístico en París. Se amplió el área administrativa de la ciudad, se
crearon parques, se construyó la Ópera y por sobre todo, se destruyó.
Se
destruyó y se construyó más tarde, claro está. Y no sólo para unificar estilos
arquitectónicos ni para nivelar la altura de los edificios. Esos eran efectos
colaterales también deseados, pero parte del proyecto buscaba mejorar las
comunicaciones en la ciudad, abrir amplios boulevares y, de paso, evitar que la
ciudad fuera fácilmente transformable en una gran trinchera.
Así que entre
otras cosas se buscaba evitar que el París laberíntico de cien años atrás
continuara sus hábitos revolucionarios.
A
pesar de que en su época Hausmann fue duramente criticado y, a la larga, tuvo
que renunciar, la ciudad le debe, hoy en día el trazado de buena parte de sus
avenidas como así también de sus cañerías.
Con la caída en desgracia de Napoleón III, Hausmann tuvo que resignar una parte de sus planes aunque, definitivamente, logró salirse con la suya en muchas cuestiones. A pesar de preservar buena parte del plan de Hausmann, sin embargo, no se puede decir que París haya quedado estancada en los finales del siglo XIX. Y no me refiero solamente al metro.
Exposiciones universales, victorias y derrotas dejaron también su huella en París, como así también el art nouveau y demás modas arquitectónicas.
Claro que, cuando se quiere, se puede seguir metiendo la cuchara en la ciudad. Aún muy cerca del casco histórico, como por ejemplo, el centro Pompidou, un buen ejemplo que muestra cuán rápido un edificio resistido puede convertirse en símbolo de la ciudad.
El otro ejemplo de este fenómeno es una de las más discutidas y aborrecidas construcciones del París de su época: la torre Eiffel. De hecho, numerosos intelectuales de la época se manifestaron en contra de su construcción. Pero bueno, la torre más celebre de la ciudad también se merece su propia entrada.
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