Febrero de 2017. Más o menos, a las ocho de la mañana.
Las veredas, los techos y los jardines están cubiertos por algo que ya no es
nieve pero que aún no termina de ser hielo. Sólo las piedritas que tiran sobre
esta trampa hace que no llegue a mi trabajo resbalando sobre el hielo y con el
cuerpo adolorido por las caídas. Y sí, estoy yendo a trabajar a pie. La distancia que me separa es de media hora de caminata en invierno y de 45
minutos en verano si es que no quiero llegar sudado.
En el camino a este instituto hay un gran complejo de
viviendas compuesto por dos edificios que tienen cada uno, fácilmente, ciento
cincuenta o doscientos metros de largo. Diez pisos de alto. Sí, no es tan
monstruoso. Pero Dresden es una ciudad en la que la mayoría de los edificios tienen
cinco o seis pisos (máxima altura mentalmente posible para edificios pensados
en una época sin ascensor, algo que en la época socialista era considerado como
un lujo). Así las cosas, el bloque sobresale horriblemente. Por encontrarse en
la calle Budapester, normalmente nos referimos a la construcción como los
monobloques de la Budapester. Sí, no es muy creativo, lo reconozco, pero es
efectivo.
Precisamente, a la altura de los monobloques de la
Budapester escucho algo que parece ser una trompeta. Más avanzo en mi camino,
más parece una trompeta. Dirijo mi vista a los balcones del monobloque y en un
destello dorado distingo el brillo inconfundible de un instrumento de viento
que -creo- es una trompeta.
El señor está, efectivamente, tocando en su balcón la
trompeta, de cara a la claridad que comienza a ganar el cielo y que anuncia el
inminente amanecer.
¿Qué hace alguien tocando la trompeta a las ocho de la
mañana en una mañana de febrero con una temperatura por debajo de cero?
Mientras me formulo semejante pregunta me acuerdo de una película que vimos
hace relativamente poco. Trata de un director de orquesta ruso que debido a su
oposición a las políticas antijudías y anti gitanas de Brezhnev –secretario
general del Partido- se ve obligado a trabajar en la limpieza del teatro
Bolshói. Hasta que, por una de esas casualidades, encuentra un día un fax en el
que un teatro parisino invitaba al Bolshói a reemplazar a una orquesta que les
había cancelado en último momento.
De más está decir que el director acepta y comienza la
odisea que lo lleva a buscar a los músicos que, como él, fueron apartados de la
orquesta en su día. En su gran mayoría se trata de gitanos y judíos rusos. Más
allá de las idas y vueltas de la historia, muchos de esos músicos comparten su
pasión por la música mientras viven y trabajan haciendo cualquier otra cosa. No
sé si el trompetista de los monobloques de la Budapester es músico o si sólo
toca como pasatiempo, pero su postura, de pie en el balcón, mirando al amanecer
y tocando la trompeta me hace pensar en ellos.
Sigo caminando. No quiero llegar tarde. Atrás va
quedando el sonido de la trompeta. Me pregunto si el resto de los vecinos del
señor le estarán tan agradecidos como yo por acompañarme algunos metros y
distraerme un poco del frío que desde hace días es parte de nuestra
cotidianidad.
1 comentario:
Vi esa película.
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