La
república de Siena tuvo desde esta época dos grandes series de
conflictos. O tres. Dentro de la ciudad había una constante tensión
entre los sectores más ricos y las clases populares. Por otro lado,
la ciudad mantuvo una serie de enfrentamientos con los señores
feudales de los alrededores, que en general fueron en mayor o menor
medida mantenidos a raya. Finalmente, el crecimiento de Siena la
llevó a entrar en conflicto con la otra gran ciudad de la región;
Florencia. Florencia y Siena terminaron haciendo lo que hacen las
ciudades rivales en situaciones similares. Cada vez que había un
conflicto, cada una apoyaba a bandos opuestos. Si una se aliaba con
el papa, la otra lo hacía con el emperador. Y viceversa.
Por
cerca de quinientos años Siena se vio involucrada en una serie de
conflictos bélicos en los que el emperador, el papa, Florencia, la
liga de las ciudades lombardas, el rey de Francia, el rey de Nápoles
y vaya a saber uno quién más se declaraban la guerra unos a otros
cambiando cada tres minutos de aliados y enemigos. En todo este
panqueque de alianzas y de enemigos intercambiables la única
constante fue que si Florencia estaba en un bando, Siena estaba en el
otro.
En
el siglo XVI la ciudad sufrió una derrota decisiva que selló su
suerte. Siena fue tomada por un ejército de tropas imperiales
aliadas con su archirival de siempre. Como por la época el emperador
tenía (muchos veces producto de las mismas guerras) una deuda
importante con los Médici, decidió saldar parte de la misma
entregándoles Siena. Sí, así nomás.
El
dominio florentino suposo para Siena el comienzo de otro largo
letargo. Como en tantos otros lugares, a esta situación debemos que
la ciudad conserve muchos de sus encantos ya que, se dice, aún hoy
luce como lo hizo en el siglo XVII.
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