sábado, 17 de septiembre de 2016

Desde Munich a la Baviera profunda

Durante nuestra estadía en Munich nos quedamos en el Hostel de YMCA. Bueno, en alemán no es YMCA, es CVJM. A pesar de que asociamos las siglas mentalmente con los Village People y la música Disco, si hay algo que el hostel no es, es precisamente eso. YMCA significa Young Men Catholic Association, y el albergue se reconoce como un hostal cristiano. ¿Qué significa eso? Entre otras cosas, que ahí no se jode. La puerta se abre a las siete de la mañana y se cierra a las 00.30. Si querés volver después de esa hora tenés que avisar y pagar extra para que te den una llave.

Hasta aquí nada muy complejo. La información la teníamos antes de reservar y si seguimos con el plan de hospedarnos allí era porque está muy bien ubicado y es, por lejos, uno de los más baratos. Además, si hay algo que no hacemos cuando andamos pateando horas y horas por una ciudad es acostarnos tarde. Así que, todo bien.

Bueno, todo no. Nuestro último sábado en la ciudad teníamos planeado ir a Füssen y a Neuschwanstein. ¿A dónde? A Füssen, un pueblito de la Baviera profunda casi en la frontera con Austria y a Neuschwanstein, el palacio en el que pensamos cuando imaginamos un castillo en la montaña. 

La cuestión es que habíamos reservado las entradas con tiempo para evitarnos la amansadera infernal el incordio de la cola. Pero las primeras entradas que nos asignaron eran a las nueve y cuarto de la mañana. No estaba tan mal salvo por un detalle. De Munich a Füssen hay que viajar dos horas en tren. Tren y colectivo, para ser exacto, porque una parte de la vía está en mantenimiento por lo que el último tramo se hace en bondi. Llegás a Füssen y te tenés que tomar otro colectivo a Hohenschwangau. Es Alemania, así que no esperen nombres fáciles, perdón. Ahí retirás las entradas y tenés que ir hasta el castillo. Son cuarenta y cinco minutos a pie o bien subís en micro o carreta y caminás diez o quince minutos. Básicamente, aún tomando el tren de las 6.53 estábamos jugadísimos. Y eso si es que podíamos salir del hostel, que recién abría a las 07.00. Así las cosas optamos por pedir un cambio de horario. La nueva opción, a las 17.15. Seguíamos jugados, pero esta vez, para la vuelta.
Para llegar a Füssen hay que atravesar buena parte de la Baviera profunda. Campo, montañas y pueblitos que son, en su mayoría, una iglesia rodeada por un puñado de casas.
Füssen no es tan pequeño pero tampoco mucho más grande. Un pueblo donde la gente anda disfrazada vestida de tirolesa por la calle como si fuera lo más normal del mundo.
Tiene su iglesia, su castillo y sus callecitas peatonales llenas de edificios coloridos. Y su río, cuyo color merece un capítulo aparte.
Después de haber pateado un poco el pueblo decidimos ponernos en marcha hacia Hohenschwangau y los castillos. Si el pueblo vive de algo, ese algo es el turismo. La infraestructura es mínima y todos sus edificios funcionan domo hoteles, restaurantes y tiendas de souvenires.
Luego de felicitarnos por haber reservado las entradas (la cola de espera era de casi dos  horas para ser atendido pero para nosotros fueron sólo cinco minutos) iniciamos el ascenso al castillo de Hohenschwangau. Se trata de un antiguo castillo del siglo XI que el rey de Baviera Maximiliano I compró en estado de semi abandono y remodeló para usar como residencia de verano. Allí creció Ludwig II (Ludovico o Luis, para los amigos, también conocido como “el príncipe cisne”, el “príncipe de cuento de hadas” y más popularmente como “el rey loco”).
Hohenschwangau era, en realidad, el castillo Schwanstein, la piedra o roca del cisne. El nombre le venía dado por el lago que se encuentra a su orilla y por ser el cisne el animal heráldico de la familia que lo construyó.
Sin embargo cuando el Ludwig mandó a construir su castillo, quiso que el suyo llevase el nombre de roca del cisne, por lo que tuvo que enrocar los nombres de ambas residencias. Supongo que cuando se es rey algunos se dan el gusto de cumplir todos sus caprichos. Así las cosas, el antiguo Schwanstein hoy es Hochenschwangau.

Bajando del castillo se llega al lago de dónde se tiene una vista panorámica muy linda de las montañas de la región.
Y mientras se acerca nuestra hora de visita vamos subiendo la cuesta, que arriba el palacio no se vistió de fiesta pero sí nos espera.

A pesar de su apariencia, esta residencia es de la última mitad del siglo XIX. Parece que al momento de construirlo Ludwig II estaba tan emocionado que compartió su alegría con Richard Wagner. El Ludovico admiraba tanto a Wagner que no sólo se identificaba con sus obras sino que lo subsidiaba y ayudaba económicamente. Así le transmitió su felicidad ya quería plasmado el ideal de ambos de tener un auténtico castillo de la Edad Media a su disposición.  Por paradójico que parezca, para construir este castillo como de la Edad Media hubo que destruir un verdadero castillo que se encontraba en la colina pero que, muy a pesar de datar del siglo XIII no se ajustaba a la fantasía del rey.
Cuenta la leyenda que Ludwig se puso él mismo manos a la obra -metafóricamente hablando ya que no debe haber puesto ni la piedra fundacional- y hasta diseñó la sala del trono, la sala de banquetes y otras habitaciones siguiendo modelos románicos y bizantinos.
Lamentablemente no se pueden sacar fotos en el palacio así que todos estos interiores delirantes quedarán en la cuenta del haber. Incluso Wikipedia carece de fotos actualizadas y las únicas que ofrece son fotografías pintadas que si bien no son de la época de la construcción, tampoco distan tanto.
Aunque Ludwig se veía a si mismo como un personaje de ópera de Wagner e intentaba en Neuschwanstein rodearse de un ambiente pseudo medieval, a la hora de los bifes tampoco fue tan purista. Para la construcción se emplearon las técnicas más modernas de la época y el palacio contó con calefacción central, electricidad, agua corriente y cerramientos metálicos con termopaneles... Que una cosa es estar un poco loco y añorar la Edad Media y otra muy diferente es tener ganas de congelarse y pasarla mal.

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