lunes, 9 de octubre de 2017

Finde largo en Bohemia: las fuentes de Olomuc

Personalmente no soy un gran fanático de las fuentes. A las más modernas me cuesta entenderlas, por decirlo de algún modo. A las más viejas puedo encontrarlas más o menos lindas (dependiendo de la fuente, claro está) pero casi todas me provocan una serie de ideas semejantes. Primero pienso en el desperdicio de agua. Sí, lo sé, soy un Grinch. A esta altura no debería ser una novedad para nadie. En segundo lugar, me llevan a preguntarme acerca de qué misterios de la mente humana llevan a cientos (y más también) de personas a arrojar monedas a las mismas de modo (casi) sistemático.

Justo es decirlo, pese a mis reparos, no dejo de considerarlas interesantes, lindas, fotogénicas o lo que sea. Siempre y cuando que la fuente en cuestión amerite. Otras veces suelen parecerme (especialmente algunas de las más modernas) un derroche de agua y un monumento incomprensible que no ni siguiera vale la pena ser descifrado.

Claro que muy a pesar mío las fuentes han ejercido fascinación en la humanidad por siglos y posiblemente un poco más también. ¿A qué se debe esto? Probablemente a una conjunción de factores. Por un lado representaban una proeza de ingeniería. Pero, por sobre todo, eran necesarias para las ciudades que carecían de una red de agua corriente domiciliaria. No era extraño en la antigüedad clásica que, llegado el caso, palacios o templos tuvieran agua corriente. Pero para el resto de la gilada población, la red de agua implicaba tan sólo la existencia aquí y allá de fuentes a las que iban a abastecerse de agua (presumiblemente) potable.

Cuentan los libros de historia, los/as guías turísticos/as y la leyenda (que vendrían a ser más o menos lo mismo) que para los árabes eran, además, un símbolo de poder. En un mundo signado por la escasez de agua potable, las fuentes (especialmente las que se encontraban en residencias y palacios) eran una forma material de expresar el status de la persona. A mayor tamaño o cantidad de agua en una fuente, mayor la riqueza de su propietario/a. También suele señalarse que tenían un efecto refrescante. Yo aún no logro comprender como el sentir agua saliendo de una fuente y cayendo en una gran bañera tiene un efecto refrescante pero bueno, tampoco me quita el sueño descubrirlo.

De todos modos, a medida que las ciudades fueron desarrollando redes domiciliarias de agua corriente, la función de las fuentes como lugar de acopio y abastecimiento de agua comenzó a perder importancia. En muchos lugares eso conllevó una reducción en el número de fuentes urbanas. Por otra parte, implicó que las fuentes supervivientes adquirieran el valor de monumentos y así salvaran el pellejo justificaran su existencia. 
La ciudad de Olomuc no es la excepción a la regla. Las fuentes del casco histórico (siete en total) que llegaron hasta nuestros días perdieron su función de almacenamiento y distribución de agua y se transformaron en elementos decorativos. Y, a pesar del derroche, debo reconocer que en su gran mayoría ha sido una suerte para nosotros.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

En lugares poco arbolados, como tantos fragmentos de ciudades modernas, llenas de cemento, se sabe que una fuente funcionando, con el agua circulando, puede bajar la temperatura del lugar hasta 5 o 6 grados. Ese es el tema del efecto refrescante. Es un resultado real de la circulación del agua. Claro que no baja la temperatura de toda la ciudad, sino solo de lo que está alrededor de la fuente. Así y todo, es muy útil.
También se ha estudiado el efecto de una fuente grande, o el efecto conjunto de varias fuentes más pequeñas. Debo aclarar que desconozco cual de las dos configuraciones pueda ser la mejor.
Conclusión: se puede disfrutar estéticamente de una fuente sin sentir culpa por el desperdicio, que no sería tal

Nicolás dijo...

Jajaja... por lo visto las fuentes despiertan pasiones. Gracias por la información :-)